En el otoño del 325 a.C., Alejandro Magno cruzó junto a su ejército el vasto y desolador desierto de Gedrosia. Regresaba a Babilonia tras su larga campaña militar en la India. Sin embargo, la travesía se tornó en infierno. Tres cuartas partes del contigente perecieron.
La región de Gedrosia, actual Baluchistán, se extiendía desde el río Indo hasta el desierto del Makran, a lo largo de la costa noroeste del océano Índico. Alejandro no ignoraba los peligros de aquel desierto inabarcable; de esto quedó constancia en los escritos de Nearco. Gedrosia era temida por los habitantes que la rodeaban y Alejandro lo sabía. Según la tradición oral de la zona, nadie había conseguido jamás cruzar aquel desierto con vida, a excepción de la legendaria reina Semiramis, que en su retirada desde la India había logrado volver con no más de veinte supervivientes.
Alejandro cruzó Gedrosia para demostrar que él era más grande que cualquier leyenda. Padeció junto a sus hombres el calor, el sol y la sed. Se negó a beber agua cuando a sus hombres les escaseó el agua. Alejandro se mantuvo siempre en pie. Una vez más, aparentó ser un Dios con apariencia de rey.
Sencillamente, cumplió con la esencia de su ser.